Primera Plana

 Don Cristóbal despertó sin necesidad de despertador a las 7 de la mañana en punto, como todos los días de su vida.

 No había podido conciliar el sueño, analizando una y otra vez los riesgos de su proyecto.

 Se levantó, se vistió con la misma ropa del día anterior, fue al baño, se rasuró sin que el agua tocara ningún rincón de su cuerpo, se humedeció los dedos para aplicar la loción sobre su cara recién afeitada, peinó su bigote, pasó el peine por sus cabellos con desgano.  Alcanzó la calle y sorteando las cacas de perro que ese día juzgó más numerosas que de costumbre, llegó al café de chinos de la Alameda.  Se había prometido mil veces cambiarse de casa, no comprendía por qué en esa colonia había más cacas de perro que en ninguna otra de la ciudad, pero las casonas antiguas, el mercado, la alameda con sus árboles frondosos y sobre todo, el kiosko, lo persuadían y olvidaba por algún tiempo su propósito.

 Después de desayunar, cruzó la calle y subió al microbus sin siquiera advertir que era el que detestaba, porque el conductor, al momento de arrancar el vehículo ponía el radio a todo volumen en la charrita del cuadrante.  En algunas ocasiones le había pedido que bajara el volumen, pero había sido inútil.  Durante el recorrido apenas y se dio cuenta que se había producido un accidente; el micro viajaba por una calle a gran velocidad, y no se detuvo a pesar de que el semáforo estaba en rojo, y fue alcanzado por un Golf nuevecito.  El chofer bajó y Don Cristóbal alcanzó a oír: “vieja estúpida, mire nada más cómo me dejó la unidad”.  Era más de lo que Cristóbal podía soportar, se bajó, y tuvo la suerte de encontrar un taxi libre, sin lo cual, hubiera sido la primera vez en su vida que llegara tarde a su trabajo.

 Recibió el saludo indiferente de sus compañeros.  Sánchez, un empleado que parecía estimarlo le había sugerido tiempo atrás que cuidara su higiene porque los demás lo criticaban, pero Cristóbal no veía por qué tendría que cambiar sus costumbres y no, definitivamente no iba a comenzar a cambiarlas, además de que la actitud del personal le importaba un bledo y por si fuera poco, convenía a su interés, ya que se interesaba en todo menos en socializar.

 Le molestaba que le dijeran Don Cristóbal porque sabía que era una manera de burlarse de sus modales finos y de su manera de expresarse, que los demás consideraban cursi, pero aunque les hizo saber que no le agradaba, nadie lo tomó en cuenta y siguieron llamándole así.

 Como no conseguía concentrarse, tomó por fin la decisión. Hizo una cita con el ejecutivo de la casa de bolsa.  Siempre se había interesado en las finanzas, especialmente en inversiones y de manera autodidacta había adquirido unos conocimientos que lo convencieron de que sería una buena idea invertir su modesta fortuna, por lo que ese mismo día, se introduciría en el mundo de la Bolsa.

 Apenas había entrado a su casa, escuchó el timbre. Por la mirilla vio que era Doña Cuca, su vecina, y convencido de que lo había visto entrar, no le quedó más remedio que abrir.

 -        Ay Don Cris (el Cris le paraba los pelos de punta), perdone que lo moleste, pero estamos haciendo una colecta para resanar y pintar la entrada, ya ve que el dueño no quiere hacer nada, y pues todos queremos vivir en un lugar más bonito, ¿verdad, Don Cris?

 -        Disculpe usted, dignísima señora, pero considero y es mi muy personal opinión, que esas erogaciones corresponden a quien ostenta la propiedad del inmueble más no a aquellos quienes mediante el compromiso de cubrir el precio del usufructo del bien, cumplimos con el pacto establecido en el momento indicado.

 Doña Cuca sólo oyó “dignísima señora”, y como jamás nadie la había llamado así, se convenció de que don Cris tenía unos ojos soñadores y que todo él estaba envuelto en un velo de misterio que la subyugaba.  Desde ese día, apenas lo oía entrar, iba a su casa con cualquier pretexto, pero como sus cortas visitas, que no pasaban de la puerta, no daban el resultado que ella esperaba, días después se le presentó con un vestido rojo con flores blancas, tan transparente que se notaba que no traía sostén y sus negros pezones caídos casi hasta la cintura y sus abundantes y morenas carnes se mostraban con nitidez, orillando a Don Cristóbal a decirle:


-        Es para mí motivo de honda pena y preocupación, y me resisto a creer que una dama que se precie de serlo, se presente en los departamentos de un hombre soltero, semi-vestida, comprometiendo su honor.  Señora, he de agradecerle que se vuelva usted a su morada, y se abstenga de importunarme en el futuro.

 Doña Cuca salió muy avergonzada de la vida de Don Cristóbal.

 A la mañana siguiente, Cristóbal caminaba por Paseo de la Reforma sintiéndose deprimido por la escena con su vecina. Se repetía que no era para tanto, pero no podía evitar sentirse avergonzado. Era aún temprano y se sentó en una de esas bancas de piedra donde siempre había deseado sentarse y sin saber por qué nunca lo había hecho, cuando se le acercó una niña con unos ojos grandes y una mirada triste, como sorprendida de la vida. La niña le pidió un pan, y él le dio una moneda. Le preguntó su nombre, y ella contestó con un cierto orgullo que se llamaba Rosa.

 La presencia fugaz de esa niña lo llevó al encuentro de su propia infancia; al contemplarla se vio a sí mismo y lo visitó su propia soledad, la de antaño. La pobreza y el desamparo de esos años se le vinieron encima y sufrió por Rosa y por aquel niño huérfano que esa mañana se asomaba desde el olvido.

 Llegó a su oficina acompañado por el recuerdo de la niña, encendió su computadora, y de inmediato recibió la llamada del señor Pereyra, su superior, que le comentó la terrible noticia de que habían descubierto sin vida al hijo de Jaime López, uno de los empleados, por una sobredosis de droga.  Muy a su manera, Don Cristóbal apreciaba a Jaime, tan dedicado a su trabajo y a su hogar. Sintió la desolación de esa familia y junto con los ojos de Rosa y la grotesca figura de Doña Cuca, creyó que se le rompería el corazón.

 La escena con Doña Cuca había removido en él su desencanto hacia las mujeres. Había soñado alguna vez con formar una familia, pero su timidez se lo había impedido, además de que desde su juventud se había sentido rechazado; sus intentos por acercarse a las chicas habían resultado siempre en verdaderos fracasos y con el correr de los años su inseguridad fue en aumento, convenciéndose de que era incapaz de conquistar a una mujer, y ahora, pensaba, ya era demasiado tarde.


Recordó con amargura la última vez que alguien lo había impactado. Su antiguo jefe, había invitado a un grupo de la oficina a cenar a su casa. Desde luego él no quería ir, pero era un compromiso de trabajo, y por tanto ineludible. Desde que llegó muy puntual a la hora convenida, y al abrir la puerta el mozo de esa residencia en el Pedregal de San Angel, se sintió incómodo. El mozo lo hizo pasar a una sala espaciosa, amueblada con exceso, para su gusto, con cortinajes, galerías, yadrós, jarrones, cristal cortado, todo brillante, todo colorido y tanto colorido y tanto brillo lo cegaban. Comparó la mansión con su humilde departamentito, minúsculo. No, decididamente a él no le gustaría vivir así. Dos camareras pasaban a toda prisa de un salón a otro y lo miraban como a un intruso.

 El señor Mejía apareció media hora después, y él se sintió obligado a disculparse por haber llegado tan temprano; unos minutos después llegaron los otros invitados, y entonces, bajó la señora Mejía. Don Cristóbal se quedó sin aliento. No podía creer tal belleza.  El vestido negro se ceñía a un cuerpo perfecto y cuando le tocó el turno de ser presentado, balbució algo que ni él entendió, lo que provocó las risas de sus compañeros. 

 El aperitivo pasó sin pena ni gloria, y como todos hablaban, él se sintió aliviado al no tener que hacerlo. Su verdadero tormento fue al pasar al comedor. Lo sentaron enfrente de ella, vio sus ojos verdes, hermosos, su boca delineada, la nariz en armonía con los demás rasgos, y de pronto, ¡los descubrió! Dos senos perfectos que terminaban en pico hacia arriba lo obnubilaron y no podía quitar la vista de ellos. Hacía esfuerzos por desviar la mirada, deseando que su anfitrión no lo notara, pero irremediablemente sus ojos se volvían a posar en el lugar prohibido, mientras la señora Mejía parecía disfrutar de la admiración que provocaba y a cada movimiento los erguía aún más. Supuso que su jefe no se había dado cuenta porque no lo corrió, aunque afortunadamente nunca más volvió a invitarlo.

 Una noche, tuvo un sueño que lo angustió: estaba en una esquina y de pronto lo empezaban a rodear varios hombres, que se acercaban cada vez más y sus miradas amenazadoras lo paralizaban.  Se despertó inquieto. Ese fue un día de recuerdos: Doña Cuca que se había ido a vivir con un comerciante del mercado, Rosa a quien nunca había olvidado, el hijo de López a quien nunca conoció, pero cuya muerte le había afectado como si hubiera sido la del hijo que nunca tuvo. Estuvo todo el día inquieto, y esperó que todos se fueran para hacer una llamada que lo tranquilizó. Pudo hablar con su agente de la Bolsa.

 Sus días pasaban, uno tras otro, idénticos, hasta aquél en que regresó a su casa, y sentado en el sillón cerró los ojos.  Estaba muy cansado, tanto, que había olvidado comprar pan.  Estuvo luchando por sacudirse la pereza y salir de nuevo a comprarlo, o quedarse sin cenar.  El hambre lo obligó y se animó a salir. Sintió el golpe suave del viento que lo reanimó y quiso aprovechar el buen tiempo para hacer una caminata; recorrió la Alameda, contempló el kiosko, entró al café de chinos, cenó mientras leía el periódico, salió del café, caminaba despacio, una cuadra, dos, ya casi llegaba.  Tres muchachos le cortaron el paso, uno le quitaba el reloj, Don Cristóbal le arrebató la mano, otro esculcaba buscando la cartera, él se resistía, “cállate o te mueres”, pero él gritaba, una puñalada, dos, tres…

 PRIMERA PLANA:

 El pasado jueves 23, Cristóbal Barrios, empleado de la Cía. Pebrizer es apuñalado por unos drogadictos. La víctima deja un testamento a favor de niños sin hogar y ayuda para la reintegración de drogadictos por 30 millones de pesos.  El Notario ignoraba el monto de sus pertenencias, provenientes, al parecer, de inversiones en la Bolsa.  Entrevista a sus vecinos (pag. 9A)

Beatriz Zapata Medinilla

2002

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