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No debí

Deborah estaba feliz; la veía transformada, y es que el amor había llegado como le gusta hacerlo: de improviso.  Con entusiasmo, hablaba sin parar de las virtudes del dueño de todos sus pensamientos:  Ramiro.  Pensé, con amargura, de cuánto tiempo había pasado desde que ese milagro no apareciera en mi vida, esa alegría amarga, ese sufrimiento dulce que se añora cuando no se posee.  Bien por Deborah, me dije. 

El pasaría a buscarla y así tendría la ocasión de conocerlo; ya estaba llegando al punto de aburrirme con la conversación repetitiva de Deborah, cuando él por fin llegó.  Lo encontré agradable, bien parecido, pero al presentarnos y darme la mano, fijó en mí su mirada, que esquivé al instante, porque me hizo estremecer.  Me horrorizó esa sensación que nunca antes había experimentado, pero hice un esfuerzo para actuar con naturalidad, evitando cruzarme con su mirada, y sólo me sentí aliviada cuando se marcharon.

Desée no volver a verlo, pero el sábado siguiente era el aniversario de Deborah y seguramente él iría; pensé disculparme, inventar cualquier pretexto, pero al final, decidí enfrentarme a mis temores y dominarlos.

Marcelo es el mejor amigo que he tenido, ni cuando le dije que no lo amaba me abandonó ; optó por redoblar sus intentos para conquistarme, pero cuando se convenció de que nada conseguiría, siguió brindándome su amistad, así que lo llamé para pedirle que me acompañara.

Cuando vi a Ramiro lo saludé amablemente, pero me guardé de observarlo o de dirigirme a él. Durante la cena, que resultó muy agradable, me sentí dueña de la situación, hasta el momento en que  Deborah propuso que pasáramos a la sala a tomar el café.  Al salir, Ramiro con suavidad me tomó del brazo y acercándose me dijo al oido:

  • ¿Por qué me huyes?

Hice un discreto movimiento para liberarme, y sin responder, me adelanté unos pasos para reunirme con Marcelo que charlaba con Deborah.  Dejé pasar el tiempo estrictamente suficiente para no ser descortés y sugerí a Marcelo que nos marcháramos.  Estaba huyendo.

Hacía tiempo que un domingo no me pesaba como en esa ocasión.  Recordé aquella etapa de mi vida cuando sufría sólo de pensar que los domingos se acercaban, y me enorgullecía comprobar que había logrado que fueran días como cualquier otro; sin embargo, ese día me devolvía al pasado, estaba cargado de tristeza y de soledad, y sentía una gran angustia.  Llamé a Marcelo para invitarlo al cine, pero no lo encontré; tomé un libro sin conseguir concentrarme, y me sentí desvalida al darme cuenta que el recuerdo de Ramiro me asaltaba sin poder alejarlo.  Llamaron a la puerta y abrí alegremente pensando que Marcelo había tenido la gran idea de pasar de improviso, pero al ver que era Ramiro me sentí desconcertada y nerviosa.  Estaba sorprendida de que se hubiera atrevido a presentarse así, sin más.  Con naturalidad, me dijo que tenía algo muy importante que decirme.  Me disculpé por no poder atenderlo y de manera muy poco amistosa lo despaché.  El insistió, pero terminó por marcharse.  Justo al momento de cerrar la puerta, las fuerzas me abandonaron y lamentando haberlo tratado de esa manera, las lágrimas más amargas de mi vida me bañaron el alma.  Eran las siete, y la noche comenzó a caer en mi corazón.

El lunes a la misma hora, llamaron a la puerta y me sentí inquieta, al presentir que era de nuevo él.  No abriría y al creer que no estaba en casa, se iría.  Después de unos momentos de silencio, comencé a oir su voz que con dulzura me decía: “Claudia, abre por favor, sé que estás ahí”.  El martes, nadie me importunó y me tranquilizó saber que me había librado de él; sin embargo, el llanto le hizo compañia a mi silencio y por la puerta cerrada, se coló una tristeza nueva e infinita.

Habia dormido bien y trabajé con mucha energía; al regresar a mi casa, recibí un ramo de rosas color de rosa hermosísimo.  No había ninguna tarjeta, y como sólo Marcelo sabía que eran mis favoritas, fui al teléfono para agradecerlas.  Esta vez, tampoco pude localizarlo.  Al dar las siete de nuevo alguien llamaba a la puerta.  No podía seguir escondiéndome. Ramiro no me había ofendido en lo más mínimo, pero en realidad no tenía por qué presentarse, puesto que no éramos amigos, y además lo había conocido por Deborah, así que esta vez le diría de una vez por todas que dejara de importunarme.  No me había equivocado, era él.   

  • Y bien, ¿que es eso tan importante que tienes que decirme? pregunté.
  • ¿Aquí, en la puerta, quieres que hablemos?
  • Primer malentendido, yo no tengo ningún interés en que hablemos.  Me dijiste hace algunos días que tenías algo que decirme, ¿no?
  • Si, perdona, ¿pero no sería mejor que entráramos?
  • Según yo, nuestro único vínculo es Deborah, y a ella no la veo aquí.
  • Es verdad.  Lo que tengo que decirte no tiene nada que ver con ella.
  • Pues en ese caso, creo que no hay nada de qué hablar.  Has venido varias veces sin ser invitado, y quiero pedirte que por favor me dejes en paz.  ¿De acuerdo?
  • Para haber recibido un ramo de rosas, no pareces de tan buen humor…
  • ¿Así que fuiste tú?  ¿Pero cómo supiste que…. ?
  • Tengo buena memoria y alguien lo comentó.
  •  Sólo unos minutos… ¿puedo pasar sólo unos minutos?
  • El juego había terminado.  Su mirada ardiente, su voz susurrante, sus labios sensuales, sus manos que con dulzura entrelazó en las mías, sus pasos decididos para irrumpir en la intimidad de mi vida, cerrando la puerta, como sellando un pacto de amor.  No tuve fuerzas para detenerlo, y sin embargo sabía que no debía dejarlo entrar.   Me dijo que al conocerme, un sueño adormecido desde la pureza de su adolescencia de descubrir con una sola mirada a su compañera ideal se había despertado, que desde ese día sólo pensaba en mí, que un sentimiento de amor desconocido habia nacido en él, y sus palabras eran un eco de mis propios sentimientos, un eco de mis propios pensamientos, palabras que no había osado pronunciar. Se levantó lentamente y me ofreció sus manos, quedamos de pie, frente a frente, y un beso dulce y apasionado encendió mi alma.  En sus ojos, en mis ojos, brillaba el amor, amor desesperado, amor desbordado, amor que nacía con el sello de la traición.  Nuestros labios no se apartaban, y yo deseaba el momento de sentir sus manos recorrerme, de descubrir su cuerpo, de estrecharnos y unirnos, una y otra vez.  Quedamos sin fuerzas y sin palabras, y con el alba me dejó el último beso.

El ya no estaba, pero seguía sintiendo su presencia, y al recordarlo, revivía todas las emociones de mis sentidos.  ¿Amor o pasión? ¿Amor y pasión? Qué importaba el nombre, si me colmaba de sentimientos y placeres insospechados, irrepetibles, únicos… Comprendí mis temores al conocerlo, y mi lucha estéril por detenerlo.

Estaba en mi estudio, incapaz de pintar nada, cuando sonó el teléfono.  Era Deborah, que me volvió a la realidad, pidiéndome que comiéramos juntas.  Acepté, pero sentí un vértigo al pensar que la tendría frente a mí.   ¿Cómo soportar su mirada?  Mi culpabilidad retenida surgió con fuerza, y la pesadumbre se apoderó de mi conciencia.  Al llegar al restaurant, ella ya me esperaba.

La entrevista fue desgarradora; cada palabra que pronunciaba era una afrenta a la dicha inmensa que yo había vivido.  Habló de decepción, de sufrimiento; dijo que desde la noche de la cena en su casa, casi no había visto a Ramiro, y sus escasos encuentros habían sido de desamor.  Las lágrimas la traicionaban y las vertía, desconsolada,  en esa mesa del rincón que ella había elegido, donde la vergüenza y el dolor no me cabían en el cuerpo.  Estuve a un paso de confesarle la verdad, pero no me atreví. 

En dos ocasiones en mi vida había experimentado en una especie de trance involuntario, premoniciones que habían resultado exactas en los detalles de su realización.  La primera vez fue cuando tenía diez años; estábamos en la sobremesa, y de pronto sentí un desvanecimiento, transportada, me veía en la esquina de mi casa, presenciando un accidente en el que un coche marrón se volcaba y había varios heridos.  La visión me horrorizó y al reponerme mis padres estaban a mi lado visiblemente preocupados.  Les relaté lo que había visto y dos días más tarde el accidente se produjo con todos los detalles que yo había descrito.  Otras experiencias similares se habían sucedido; yo me sentía desconcertada e infeliz, «diferente», pero al cabo del tiempo me acostumbré.  Deborah, por la amistad de tantos años estaba al tanto y en su desesperación, me pedía que recurriera a esos «poderes» para descubrir el motivo del cambio de Ramiro.  Le recordé que ya habían pasado diez años desde mi última premonición y que además no se presentaban de manera voluntaria.  No sabía qué más decirle, y le pedí que hablara abiertamente con Ramiro. Me despedí con la convicción de que pondría fin a esa locura, que tanto daño nos hacía.

Las horas pasaban con una lentitud insoportable.  Dieron las siete y solo me acompañaba el silencio.  No vendrá, dije en voz alta.  Pensé que su amor propio herido al sentir mi rechazo, aunque fingido, lo empujo a satisfacer el deseo de dominarme, de poseerme, pero que una vez consumado, había dejado de interesarle… Era injusto pensar de esa manera, me lastimaba y comprendí que lo único que deseaba era sentirme en sus brazos.  La pasión consumía todo mi ser.

 

A las ocho por fin llegó, y nuestros labios ávidos se buscaron, donde no había lugar para los remordimientos.  Mis promesas y convicciones parecían burlarse de mi; me entregaba al amor sin ninguna reserva.  Felices y saciados, los cuerpos enlazados, sentimos la paz.  Fue él quien rasgó el silencio.  En un murmullo habló de su sufrimiento por el dolor que estaba causando a Deborah y en una comunión de dulces justificaciones, intentamos lavar nuestras culpas; nuestras voces se apagaron con las primeras luces de la mañana. 

Al quedarme sola después de esa segunda noche sin sueño, estaba presa de una gran exaltación ; intenté dormir pero mi dicha era tanta que quería sumirme en ella, recordando cada palabra, cada caricia, y súbita e imperceptiblemente me transporté a aquel mundo escasamente conocido, que me permitía ver los sucesos a venir: apareció en mi delirio Deborah, la vi entrar a mi recámara; se había recogido el pelo y llevaba un sombrero, una gabardina y zapatos muy grandes y toscos, como aparentando que se trataba de un hombre.  Sacaba de la bolsa de la gabardina una pistola y me apuntaba, echándome en cara mi traición.  Me obligaba a ir a mi escritorio y hacer una carta que ella me dictaba:  «Agobiada por la infamia de mis actos, asqueada de mi traición, pongo fin a mi miserable existencia.»

  • Firmála, me ordeno.

Yo sabía que de todos modos me mataría, pero la obedecía.  Acercaba la pistola hasta mi sien, y sin titubear disparaba.

Cuando reaccioné, mi corazón latía vertiginosamente, tenía la boca seca y temblabla sin control.  Poco a poco fui recobrando la calma.

 

Se trataba de otra premonición, la última, porque Deborah no dudaba ni un segundo en disparar, tan cerca que era imposible fallar.  La carta la eximía de toda culpa y el disfraz, era seguramente una precaución.

Hablaría con ella, le confesaría todo, le explicaría, me enfrentaría a ella, si supiera que eso podría salvarme, pero ya era tarde, demasiado tarde. 

De cara a la muerte, la idea curiosa de que era preferible morir a manos de un conocido, cruzó por mi mente.  No deseaba morir, menos en esas circunstancias, y cuando la vida me ofrecía el más preciado tesoro: el amor.

Lloré por Ramiro, por Deborah y por mí.  Ella cobraba un precio muy alto.  ¿Quién encontraría mi cadáver?  ¿Quién creería en ese suicidio?

Yo habitaré por siempre en la memoria de Ramiro, y la fuerza de su amor me alcanzará como un rayo de luz.  Mis labios jamás lo besarán, ni respiraré su aliento con el brillo del amanecer.

Ella, vivirá de remordimientos, consumiéndose en su inconfesable secreto, en el laberinto de la impunidad.  No, impunidad, no, porque al llegar a esta reflexión es cuando empecé a escribir esta historia de vida, muerte, traición y amor.

Beatriz Zapata M.

2000-03-02

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