La ciudad olía a hierba recién cortada, a humedad y a flores. Era la lluvia, decían, que caía fina, casi sin parar.

Ella se levantaba. Los « grandes » dormían. Bajaba despacito las escaleras, descalza y medio desnuda: Atravesaba el patio y al abrir el portón se encontraba de golpe con el otro mundo, el de los colores de las frutas con sus perfumes, de las legumbres y las hierbas, el de los bullicios y los sabores. Los puestos uno al lado del otro, ocupando el espacio de la calle, dónde sólo un vehículo pequeño podía pasar. La China Picardienta la llamaba para que fuera primero con ella, la sentaba en sus piernas y ponía en sus manos un mango que comía escurriéndole por todos lados el jugo, delicioso, reparador y apaciguador de esa especie de agujero en el estómago que se le hacía al despertar. Lo devoraba sin ningún reparo, sin que otro se hiciera esperar, y otro más, los que quisiera. 

Impaciente, don Pedro la esperaba con su anaquel lleno de quesos frescos, blancos y apetitosos, sus fiambres coloridos que también eran los bálsamos para el bienestar de las primeras horas de esos días. Comía sin prisas, divertida de todas esas maravillas.

La China Picardienta la reclamaba nuevamente, y le decía: dile a Doña Pilar (la de las verduras) que es una vieja huevona. . pero dile más fuerte… más fuerte todavía, y todos reían al escuchar esa vocecita decir tales palabras ; luego los improperios se iban dirigiendo a cada uno de los vecinos de puestos, unos más floridos que otros, y ella se sentía muy contenta de hacer reír a todas esas personas que le eran ya tan familiares, sin contar con la ventaja de que su léxico aumentaba día con día, aunque había ciertos términos que a los « grandes », o sea su mamá y su papá, no les gustaban.

Más tarde regresaba a su mundo, al de las muñecas y los juguetes, a esperar que papá y mamá se despertaran.

Eran grandiosos esos días cuando no había que ir al kínder, y también grandioso no haber cumplido aún los cinco años.

Beatriz Zapata Medinilla Enero 2014

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