Lunes de luna llena

 La noche de espejuelos asfálticos, de arroyos misteriosos que se lamentan al sentir mis pasos, me rodea de luces encapsuladas que si por primera vez las contemplara, me embelesarían.  Me burlan mis culpas y se disfrazan de fantasmas que trepan en los sauces y los encinos para mecer suavemente su ramaje y siento terror en las entrañas.

 Llego a la esquina y al doblar me topo con un cuerpo vertical e inmenso; mi garganta produce un sonido que me eriza y unos ojos sonríen mientras una boca musita una disculpa, pero los libros bajo el brazo y la juventud de la figura me devuelven la calma.  ¿Cuál era la dirección? Ah, sí, Campeche 127.  Consulto mi reloj; son las 20:20.  ¿Cómo se llama la señora? ¿Cómo? ¿Cómo?  Abro la bolsa para verificar el dato y antes de hacerlo recuerdo: Carmelita, sí, eso es.  Pulso el timbre de una puerta de madera en donde brilla el número 5; en la espera mi angustia estalla estremeciéndome, y un minuto después aparece ante mí una mujer: es Carmelita que me saluda cordial. Señalando un sillón me pide que la aguarde.  En esa casa se respira tranquilidad y por primera vez en muchas horas me distiendo, repasando los sucesos del día que propiciaron que yo estuviera a las 8:25 de la noche en la casa de una desconocida llamada Carmelita.

 Por la mañana desperté con un dinamismo inusitado y fui directamente a recoger mi boleto de avión México/Los Angeles/México; después anduve de almacén en almacén hasta que por fin encontré el regalo que quería para mi hermana Rosa.  Bajaba en medio de una multitud las escaleras eléctricas y en la escalera opuesta iba un hombre bajito y rechoncho que me hacía señas y decía algo que no entendí. 

Lo tomé por un loco, pero momentos después me alcanzó y sin preámbulo me preguntó que si pensaba hacer un viaje.  La pregunta me desconcertó y tomada por sorpresa le respondí que sí y con decisión declaró que debía cancelar mi viaje.  Lo miré extrañada y comprendiendo quizá lo absurdo que él me resultaba, me explicó que era parapsicólogo y que tenía la costumbre de ver las auras de algunas gentes en la calle; luego agregó bajando la voz ¡que yo no tenía aura!  Yo no entendía nada y él, notando mi confusión, concluyó diciendo que las gentes que no tenían aura estaban próximas a la muerte.  No quise escuchar más y hui asustada, todavía escuchándolo decir "cancele ese viaje".

 Llegué a mi casa y después de meditar sobre las palabras del hombre, llamé a la línea área con la idea de cancelar, pero tan pronto contestaron colgué el teléfono.   Llamé a Celia para contarle lo que me había sucedido.

 Regresa Carmelita con una taza de café y me indica que lo tome y que deje los residuos mientras ella continúa atendiendo a una persona, que evidentemente está en alguna habitación del departamento.

 Celia trató de tranquilizarme y me aseguró que concertaría una cita con una señora que podría ayudarme.  No sé que haría si no contara con ella, con su gran respeto hacia mis determinaciones y el apoyo que sin reservas me da.

 Tomo el café a sorbitos y cuando casi lo termino sale una señora muy elegante, aparentemente contenta, seguramente  por el resultado de su entrevista.  Carmelita me invita a pasar a una habitación pequeña donde en un rincón hay una mesita y dos sillas, ella se sienta en una y yo me siento frente a ella.  Voltea los residuos sobre el plato y al levantar la taza noto que se forman figuras extrañas. 

Comienza diciendo que hay un hombre rubio, sajón, que piensa mucho en mí y yo me emociono imaginando que se trata de Torsten.  Dice que he sido afortunada, que estoy rodeada de afecto, menciona que el próximo miércoles sucederá algo trascendental en mi vida, me mira largamente, vuelve la atención a la taza y noto cuando la devuelve al plato un temblor en sus manos diciendo: "No puedo continuar...es todo".  Me sorprendo mucho y siento un escalofrío; cuando logro hablar le suplico que continúe, pero ella niega enérgicamente con la cabeza, le cuento lo que me sucedió esta mañana en el almacén, duda y toma la taza de nuevo, devolviéndola casi inmediatamente al plato.  Guarda silencio y termina pidiéndome que me vaya.  Ya no insisto, sé que es inútil, voy al teléfono a pedir un taxi y mientras espero que llegue le pregunto si puedo evitarlo, pero no me contesta.  El trayecto a mi casa se hace pesado y eterno, el chofer me cobra demasiado pero no tengo ánimo de discutir y le pago.  Entro a mi departamento y la soledad, la intimidad que tanto amo, ahora me hace sentir angustia y desesperación; trato de olvidarme de todo, pero la obsesión se apodera de mis sentidos.  La campana del teléfono me sobresalta. Levanto la bocina y escucho la voz de mi madre, lejana.  Por fin cuelga.  Tomo el teléfono y marco por segunda vez el número de la línea aérea, una voz pregrabada me informa que sus ejecutivos están ocupados y que aguarde a que puedan atenderme.  Finalmente, alguien toma la llamada.  Le pido que cancele mi reservación, pero me irrita que no me escuche y me veo obligada a gritar que mi reservación es para pasado mañana, sí, el día 7, miércoles 7.  Un poco más tranquila por haber tomado esa decisión voy a la cocina y conecto la cafetera, pienso que debo telefonear a Rosa para avisarle que no iré a Los Ángeles y me entristece imaginar su decepción.  Bueno, en todo caso la llamaré más tarde, pero ¿qué explicación le daré?  Me sentiría ridícula si le digo el verdadero motivo...ya veré que invento. 

Suena el timbre y por el ojo mágico veo a Celia, le abro la puerta y la recibo con un ataque de histeria, abrazándome a ella y entre sollozos le cuento lo que sucedió en la casa de Carmelita.  Ella me pide que me tranquilice y me ofrece quedarse conmigo esta noche, me niego porque pienso que abuso de su amistad, pero su propuesta me reconforta y me convence.  Insiste en dormir en el sofá-cama y entre las dos empezamos a tenderlo; casi al terminar suena el teléfono.  ¡Apenas puedo creerlo!  Es Torsten que por fin se decide y me invita a comer mañana y yo desde luego acepto.  Celia comparte mi alegría y celebramos con una taza de café.  Conversamos largamente y de repente nos damos cuenta que ya es la una de la mañana, así que vamos a dormir.  No puedo conciliar el sueño y me tomo un Ativan, pero las horas pasan y yo no duermo, enciendo un cigarrillo más, escucho los camiones que empiezan a transitar, veo las luces del despertador para comprobar que son las cinco, aún no amanece, prendo la lamparita e intento por tercera vez leer, pero no puedo concentrarme, cierro el libro, deseo hacer algo pero no se me ocurre nada, lo único que puedo hacer es torturarme con mis pensamientos y eso es lo que hago.  Todos algún día morimos, no sabemos cuándo, pero el punto es que un tipo, un desconocido, alguien quien bien pudo mentir, alguien en quien no puedo confiar, dijo que estaba próxima a la muerte.  El impacto que causaron en mí sus palabras me hicieron huir, pero yo debí pedirle sus datos, investigar; ahora quisiera hablar con él y no sé cómo se llama ni dónde encontrarlo.  Podría esforzarme para olvidar ese incidente, pero ahí está el recuerdo de la actitud de Carmelita, su negativa a decirme lo que veía en esa taza, su hostilidad.  No, hostilidad no, prácticamente me echó de su casa y sin embargo su actitud era de angustia y ansiedad.  Escucho ruidos y Celia que ya se ha levantado se asoma a la puerta de mi cuarto y bromea llamándome "dormilona". 

Me río pero no le digo que no pude dormir ni un minuto durante toda la noche ¿para qué?  Me levanto a darle la toalla que me pide para meterse a bañar y mientras se baña voy a preparar el desayuno.  Caigo en la cuenta que desde ayer casi no pruebo alimento, sencillamente no tengo hambre.  Nos sentamos a desayunar y comenta que me veo mucho mejor que anoche, sé que su intención es buena pero no le creo.  Le propongo que llame a Carmelita y trate de averiguar qué fue exactamente lo que me ocultó, ella opina que mi idea no es buena y que olvide ese asunto pero insisto y accede, prometiendo que la llamará más tarde.

 Son las 7:30 y tiene que irse a trabajar.  Oculto mi ansiedad ante la perspectiva de quedarme sola, asegurándole que estoy bien y ella, me anima ofreciendo estar en contacto.  Se va y encuentro que no sé qué hacer con mi tiempo.

 Paradójicamente siempre me quejo de que mi trabajo me absorbe porque nunca tengo tiempo para mí y ahora no sé qué hacer con él.  Empiezo a buscar opciones: puedo ir al salón de belleza y ¡Torsten!  ¡Lo había olvidado!  Me sonrío al pensar que yo creí que no le interesaba, pero Carmelita tenía razón y si tenía razón en eso, también en.… siento un vacío en el estómago, trato de no pensar, pero no puedo.  Me sobrepongo y me meto a bañar, con sólo un pensamiento en la mente, una obsesión.

 Me visto con desgano y me doy cuenta que me da miedo ir a la calle, ¡a mí, que creí que no le temía a nada! Suena el teléfono y no contesto, pero ese hecho inexplicablemente me empuja a salir.  Llego al salón y pido corte de pelo, peinado, manicure, pedicure y hasta maquillaje y así paso tres horas y media entretenida, distraída en conversaciones intrascendentales, pero llega el momento en que ya no tengo nada que hacer aquí y de nuevo siento temor de salir.  Pago una cuenta de locura que la doy por bien pagada porque mi aspecto mejoró notablemente.  Camino dos cuadras para regresar a mi casa y en el trayecto volteo mil veces porque tengo la sensación de que alguien me sigue.  Al llegar, me convenzo de que no puedo seguir posponiendo la llamada a Rosa.  Contesta ella y le hablo de aplazar el viaje, le invento problemas muy serios en el trabajo, palpo su decepción y sugiere que mande al diablo al trabajo, un poco en broma y un poco en serio; procuro no alargar la conversación para evitar preguntas para las que no tengo respuestas y le prometo llamarle dentro de unos días.

 Al terminar la conversación no puedo evitarlo y lloro tanto como no recuerdo haberlo hecho nunca.  Me miro en el espejo y me burlo de mí misma.  ¡Parezco un payaso!  El rimel se corrió y me veo fatal, voy por el tarro de crema limpiadora y me quito las manchas, lo bueno es que todavía es temprano y tengo una hora y cincuenta minutos para volver a maquillarme y eso si Torsten es puntual.  No tengo ganas de tender mi cama, ni de lavar los trastes del desayuno, pero tengo que hacerlo y como lo que más me disgusta es lavar los trastes, con eso empiezo.   Me da risa recordar la emoción que sentí cuando vi por primera vez a Torsten; él acababa de llegar a México y la única persona que conocía aquí es a François, mi jefe.  Creo que yo también le gusté, pero en medio de nuestra timidez se interpuso la "desenvoltura" de la colombiana, tipa esa tan pedante, que aunque por conocerla yo sabía que no pasaría de una aventura pasajera, de todos modos me dio mucho coraje.  No me acuerdo quién me contó que ella le hizo un escándalo en una reunión y ahí terminó todo.  Ay, para mi buena suerte ya se regresó a su país.


Celia me aseguró que a pesar de su timidez él me llamaría, pero no le creí.  Por fin termino de maquillarme y con el último brochazo suena el timbre; abro la puerta esperando ver la figura larguirucha de Torsten y me da pánico encontrarme con un hombre moreno, de cara angulosa y un bigotito muy delgado; estoy muda y paralizada, me parece que va a decir algo, pero ambos oímos que alguien sube las escaleras y apenas audible pronuncia un "perdón", alejándose.  Cruza en el pasillo con Torsten quien me saca de mi estupor sorprendiéndome al saludar con un beso en la boca, y yo que pensaba que era muy tímido.  Lo invito a pasar y le ofrezco una copa, pero él prefiere que nos vayamos y sólo entro a mi recámara a recoger mi bolsa.

 Ya en su coche nos toma unos minutos decidir a qué restaurant ir y me incomoda que insista en que yo escoja el lugar, porque no se me ocurre nada.  El termina decidiendo y nos detenemos en la esquina a esperar la luz verde del semáforo; volteo a mi derecha y mis ojos se encuentran con los del tipo que momentos antes tocó a mi puerta, lo que me altera terriblemente.  No logro pronunciar una sola palabra camino al restaurant, aunque me esfuerzo por encontrar un tema y empiezo a preocuparme de que Torsten a estas alturas debe estar arrepentido de haberme invitado, ha de pensar que soy una ostra y lo peor es que él tampoco habla.

 En la mesa comenta que tiene la impresión de que estoy nerviosa y le respondo que lo que sucede es que un hombre misterioso “pocó a mi tuerta...” me mira atónito, suelta una carcajada que me hace sentir miserable, pero para ocultarlo un poco yo también me río.  Pregunta si es el mismo que él vio cuando llegaba a mi casa y acaba diciendo que no debo dar tanta importancia a eso. 

Dice que François le comentó de mi viaje y pregunta que cuánto tiempo estaré fuera, no sé que contestarle y en lo que improviso algo hago un ademán con la mano y tiro sobre la mesa la copa de vino. ¡Qué horror!  No paro con mis estupideces y siento que la cara me revienta de puro rubor, lo peor es que una risa juguetona en su cara me hace pensar que él está divertido y me da rabia, luego se pone serio y me inventa que él ayer tiró el jugo de naranja en un desayuno con unos clientes.  No sé ni cómo se origina la conversación de su país, su familia, sus planes y aunque sé casi todo de él por François lo escucho atenta, agradecida de que con eso se rompió mi tensión, sin dejar de pensar que es realmente encantador, él parece leer mi pensamiento pues se acerca y me da un beso muy tierno.

 En la puerta de mi casa me pregunta si tengo compromiso esta noche y cuando le digo que no, propone que nos veamos a las 9 y apruebo totalmente su idea.  Cuando se va me parece imposible que le hayan quedado ganas de verme más tarde y descubro que durante el tiempo que pasé con él olvidé mis temores.  Sé que es inútil, pero se me ocurre ir al almacén para ver si me encuentro con el parapsicólogo.  ¿Será de verdad parapsicólogo?

 Me detengo en el lugar donde me dijo lo que no debió decir nunca y estoy una hora esperando un milagro que no llega.  Me siento estúpida y decido regresar.  En el camino se me ocurre darme un baño de tina adivinando el relajamiento que me puede producir.

 Al poner mi cuerpo en contacto con el agua tibia me da un bienestar grandioso que me hace dormitar y aquí estoy, como flotando, serena y feliz. 


Escucho un ruido en el departamento de arriba y aunque eso es poco usual me convenzo de que no debo volver a mi estado de ansiedad anterior, pero de todos modos ese ruido me impele a salir del baño y enredada en la toalla voy al closet a ver que me puedo poner para esta noche.  Los ruidos arriba continúan, hasta me parece oír unos gritos. ¡Es el colmo! Y yo que creí que había conseguido estabilizarme.  Me visto con parsimonia y como sigo escuchando ruidos voy a investigar de qué se trata.  Mi vecina tarda mucho en abrir la puerta y cuando lo hace parece sorprendida de verme.  Su departamento es un desorden porque la interrumpí cuando cambiaba de lugar sus muebles para darle un "nuevo look".  Se abre la puerta de su recámara y ahogo un grito al ver salir al hombre del bigotito, con una brocha en la mano.  Apenas me despido y salgo.

 Me tiro en la cama.  Siento que la cabeza me estalla y tomo de la mesita de noche un Ativan.  Después de mucho me siento un poco mejor, pero considero que no es buena idea ver a Torsten y con mucho pesar lo llamo para cancelar, sin darle muchas explicaciones.  Me cuesta trabajo ir a la puerta a ver quién toca porque estoy mareada y abro hasta que la voz de Celia me responde cuando pregunto quién es.  Está de muy buen humor y contenta porque la acaban de promover a un puesto de importancia en la empresa donde trabaja y junto con el puesto un aumento de sueldo jugoso; me pregunta cómo voy y le digo que muy bien, sería injusto echarle a perder este momento, por eso ni siquiera me atrevo a preguntarle si llamó a Carmelita.  Parece que hoy es un día de suerte para ella porque además su marido, después de cinco meses de separación la llamó para invitarla a cenar.  Está eufórica y yo me alegro.  Me da un abrazo largo, como si quisiera llevarme con ella.

 Sigo un impulso y hago una reservación para mañana a las 19:15.  Rosa va a estar feliz.   Me arrepiento de haber cancelado la cita con Torsten, creo que la hubiera pasado muy bien con él, pero ahora, creo que lo único que me queda por hacer es dormirme, que buena falta me hace.  Cierro la ventana de la cocina automáticamente y cuando lo hago me desconcierto porque siempre la dejo abierta, pongo la cerradura doble en la puerta de entrada, lo que siempre hago, convenciéndome de que lo mejor que puede pasarme es dormir.

 Despierto sobresaltada, creí escuchar un ruido, pero debe haber sido un sueño.  Me parecía que había dormido sólo unos minutos, pero el reloj me desengaña, de hecho he dormido cuatro horas, de las 9:30 a la 1:30, sí, es la una y media de la mañana.  Oigo otro ruido, esta vez estoy segura, como si alguien tratara de abrir la puerta, sigo escuchando, pero no me puedo mover, como si mi cuerpo y mi mente fueran de plomo.  Los ruidos no cesan.  Escucho unos pasos en la sala y la puerta de mi cuarto se abre lentamente.  ¿Estaré soñando?  Alguien se acerca a mí con el rostro cubierto por un pasamontaña, pero esos ojos me recuerdan a alguien.  Me cuesta trabajo pensar y cuando su voz sombría me dice "hola", como mofándose de mí, reconozco al hombre bajito y rechoncho que hace unos días me dijo algo, pero, ¿qué era? ¿cuándo?

 

Beatriz Zapata Medinilla

 

1986

 

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