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Domingo por la tarde

 

Era domingo y el letargo los adormeció. La casa se sumía en el silencio con el sopor de la tarde. Eran nuevos en el vecindario, y ella se aburría. Entró despacito a la recámara como le habían enseñado a hacerlo y aún dormían. El aburrimiento empezó a pesarle, y sin pensarlo salió de la casa y fue a tocar la puerta a la casa vecina. Había visto que en esa casa había niñas de su edad, pero no se había atrevido a hablarles o tal vez sí, y tal vez hasta había jugado con ellas.  Abrió la puerta un señor que no había visto antes. El hombre le preguntó que quién era y le explicó que vivía en la casa de al lado y que había ido para jugar con las niñas.  La invitó a pasar y cuando no vio a las niñas preguntó que dónde estaban. É le dijo que no estaban en ese momento pero que entrara a esperarlas que llegarían muy pronto. La hizo entrar en una habitación algo obscura porque las persianas estaban casi completamente cerradas, y la luz apenas penetraba en el cuarto. No recuerda bien cómo fue, tal vez porque sólo tenía cinco años, pero el hombre la cargó y la puso en un mueble alto: ¿una cómoda? no sabría decirlo. Le quitó los calzoncitos y posó sus labios en el sexo de la pequeña. Ella no sabía qué hacer. Sabía que no estaba bien, pero no sabía cómo evitarlo; vio por entre las rendijas de la persiana unos ojos, después unos golpes muy fuertes sobre la ventana. El hombre se asustó. Bajó a la niña. Fue a abrir la puerta. Ella lo siguió. Había confusión. Gritos. La niña vio a su madre del otro lado de la reja y fue a su encuentro, mientras su padre golpeaba al papá de las vecinas. Era un garaje abierto y la gente empezó a mirar lo que ocurría. El hombre sangraba. La niña sufría. Estaba angustiada. Sabía que el señor había hecho algo malo, pero ella se sentía culpable.

Sus padres, desde hacía tiempo peleaban todo el tiempo y por todo, y otro nuevo sufrimiento vino a entristecerla, porque decidieron divorciarse.

Supo que perdería a su padre el día que lo vio llorar, desconsolado.

Estaba sentado en un sillón y el sillón acompañaba su temblor y sus gemidos, que desgarraban el alma de la pequeña. Ella lo miraba desde su escondite, comprendiendo que su vida no sería nunca más igual.

Deseaba con todo su pequeño ser que esas dos pesadillas terminaran y que todo fuera como antes…

Beatriz Zapata Medinilla.

2007

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