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Eloísa

 

En vísperas del estreno de "Mariana Pineda", repasaba absorta mis parlamentos, buscando intenciones y matices que enriquecieran a mi Mariana.  Había murmullos y gente que entraba y salía sin cesar.  De pronto, levanté los ojos del libreto y me encontré frente al rostro más triste que jamás había visto ; me sentí incómoda y preferí seguir abandonándome a esa mezcla de pánico y alegría que me acompaña cada vez que voy a pisar un escenario.

Sentí que me miraba y me dio la impresión que quería decirme algo, pero no lo hizo.  Le pregunté si se sentía bien pero pareció no escucharme. Parecía transitar por no sé qué pasaje del recuerdo. Un ruido de vajilla que se estrelló contra el piso la sobresaltó y al darse cuenta sonrió. Pidió la cuenta y al pasar por mi mesa, dudando un poco me dijo que atravesaba un momento de conflicto y que no entendía por qué, pero que creía que el hablar conmigo podría tal vez calmarla. Lo insólito de su propuesta me impactó, pero le dije que se sentara y empezó su relato.

“Mi madre me entregó a su hermana para que me criara, y viví en casa de mis tíos en un ambiente rígido, donde casi todo me estaba prohibido. Mi prima, por el contrario era la reina de la casa y sus caprichos eran realizados siempre que ellos podían.  A mi prima le encantaba hacer fiestas, y yo, tan tímida como era, y en vista de mi posición dentro de la familia, me quedaba siempre en la cocina. Esa noche, él entró en mi territorio como una tormenta, buscando una copa de vino y muy pronto se convirtió en mi razón de vivir. Mis tíos no lo aprobaron y terminé yéndome de la casa haciendo lo que nunca me imaginé que me atrevería...seguirlo. Los sentimientos de culpa me acosaban, pero también conocí la dicha más grande que jamás soñe, al lado del hombre que había elegido.  Increíble, pero a mis treinta y cinco años, comenzaba a vivir. “

Nuestra situación económica era difícil y empecé a trabajar, pero me agotaba y me mareaba con frecuencia y el médico me dio una muy feliz noticia: estaba embarazada.

 

Rodrigo nunca hablaba de sus actividades, y se irritaba cuando le preguntaba; para no contrariarlo, me contentaba con saber que su trabajo lo obligaba a viajar con frecuencia.  Durante uno de sus viajes, recibí una llamada telefónica de un amigo suyo de El Paso, Texas, que cambiaría mi vida para siempre.  Sentí derrumbarme cuando me dijeron que estaba preso.  No esperé, vendí, vendí todo lo que pude y antes de lo que él pudiera esperar, allá estaba yo. Los cargos eran por tráfico de drogas.  Me costaba creer que él....

Cuando regresé contraté inmediatamente un abogado con la esperanza de que lo trasladaran a México, y desde ese momento sólo trabajaba para obtener los medios de irlo a ver siempre que me era posible.

Eloísa suspiró, y un llanto copioso interrumpió su relato:  Después de una pausa, continuó.

Rodrigo nació para ser un gran señor, con su porte distinguido, sus ademanes finos, su gusto por el lujo y la comodidad, la ropa costosa, los fragancias, sólo que eligió el camino equivocado. Lo visitaba en el reclusorio, y a veces sentía como una flecha envenenada que me atravesaba el corazón cuando me decía que prefería morirse que estar ahí.  Se arrepentía una y mil veces de lo que había hecho y no se perdonaba el haberme involucrado, porque desde el presidio, no había nada que él me pidiera que yo hiciera por él.  Sólo me negué a una de sus peticiones : que le llevara escondida una pistola.  ¿Cómo iba yo a cooperar para que se diera un tiro?  Hubiera sido tanto como matarme a mí misma.

Mi embarazo fue de angustia, de viajes precipitados, de trámites interminables y a pesar de que llegó a término, perdí a mi bebé. El dolor no me daba tregua.

Rodrigo me confió que estaba planeando fugarse con otros dos internos y me pidió que le llevara unas seguetas. Lo único que permitían pasar era libros y ropa interior, así que compré varios libros de pastas gruesas y con extremo cuidado les desprendí las pastas para acomodar las seguetas y los pegué otra vez.  Lo hice con tanta dedicación que nadie lo notó, pero la parte más difícil fue dominar el terror de ser descubierta.  Las seguetas no funcionaron, porque el trabajo para la fuga requería de unas de diamante, pero el único lugar donde podía conseguirlas era en San Antonio. En esa ocasión las pasé en el tacón de mis zapatos y de nuevo tuve que trabajar con precisión y demostrar que podía tener nervios de acero.

Lo trasladaron a Indiana, luego a Washington, más tarde a California y de regreso a El Paso, y yo lo seguía, no importaba la lejanía, ni las penurias, sólo mi amor.

Durante todo el tiempo que estuvo en Estados Unidos, él me escribía con mucha frecuencia.  Sus cartas hablaban de impotencia, de desesperanza y de dolor; hice varios álbumes de esas cartas.  Vi pasar un año tras otro, soñando, luchando, deseando...y seis años después, ese anhelo se hizo realidad. 

¡Por fin lo tenía más cerca!  Pero la adversidad seguía tendiendo sus redes y al llegar a México, enemigos peligrosos lo acechaban; como un recibimiento, lo golpearon tanto y tanto, que las autoridades decidieron trasladarlo a Michoacán:

 

Esos tipos creían que él tenía dinero en alguna parte y querían que se los diera, pero yo en verdad creo que no tenía nada, porque si no, conociéndolo, estoy segura que se los hubiera dado antes de permitir que lo medio mataran.

Diez meses, más esperanzas y por fin llegó el día por el que tanto oré, el día del júbilo, el día de la libertad.  Con un amor maduro y sanando las heridas del pasado, él quiso resarcirme de cuanto había padecido; y nos abandomanos a un amor antiguo fortalecido de ausencia y de fe. 

Rodrigo se integró a la sociedad y recordó lo que era ganar el dinero con esfuerzo, trabajando como agente de ventas en una empresa de alimentos.  Sus ingresos eran raquíticos comparados con las utilidades de sus negocios anteriores, y si bien todo aparentaba estar dentro de lo normal, una noche me llamó muy alterado y me pidió que fuera por él a un restaurant porque estaba en problemas.  Salí inmediatamente con la desesperación en el alma, pero no lo encontré; pregunté a las meseras, a la cajera, a todo el personal de todos los departamentos, pero nadie había visto a ese hombre alto, fornido, de barbas, esa figura evocada en la eternidad, pero nadie lo había visto.  Esperé, no sabía qué hacer hasta que se me ocurrió que tal vez se había ido a la casa y regresé.  Cuando abrí la puerta vi que todo estaba en desorden; faltaban sus joyas y el dinero que teníamos escondido, pero su ropa estaba intacta, igual que la mía.  Esperé toda la noche y muchas noches más, con la esperanza de que me llamara.  El silencio me aterró y lo busqué por todas partes:  llamé a sus amigos de Tijuana, a los de México, a sus compañeros de trabajo, pero nadie sabía de él.  

 

Conseguí por medio de Juan José, un muy querido amigo un contacto de un empleado en una de las prisiones de la ciudad para que investigara, y al día siguiente me entrevisté con él. Fue un bálsamo para mi cansado espíritu cuando me dijo que Rodrigo estaba en una de las prisiones y que no me preocupara, que en unos días saldría.  Grité de alegría y sólo pensaba en ese día muy próximo en que estaría de nuevo a su lado, pero los días pasaban y nada sucedía.

Llamé a mi abogado y en el reclusorio les explicó que tenía información de que Rodrigo estaba ahí. Ante la presión de las autoridades y para comprobar la veracidad de lo que decía, dio el nombre del informante sin saber que esa declaración no aportaría ningún beneficio, sino que sólo desencadenaría que despidieran a mi contacto y que yo perdiera la amistad de Juan José, a quien tanto quería.

Sentí una gran pena por el relato de Eloísa; me conmovió su devoción, su sacrificio, su entrega y la confianza que en mi depositó al contarme su historia. Rodrigo nunca apareció y el misterio de la desaparición es como una sombra en su corazón que la acompañará toda su vida

Esa noche, un relato, unas lágrimas, un dolor, una vida, me condujeron a Mariana Pineda.  Gracias a Eloísa, gracias a García Lorca, ese escritor que me cautiva y me enajena.

Beatriz Zapata Medinilla

Ciudad de México, 1995

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